Le entregaba, de cada dos palabras, la tercera. Era un arreglo matemático, una sustitución más o menos aleatoria pero rigurosa en método. Coherente.
Me perdía sentado en su puerta, mientras contaba para adentro con un ruido de máquina puntualmente venida a menos: uno, dos, ahora. Y así. Armaba ideas irregulares.
Ciertas veces, ella repetía la última palabra afirmando un concepto. Pero la verdad, hacía buen rato que estaba atenta a lo que pasaba por la calle del mercado, donde los adoquines se hacían más pequeños y desde sus ojos regresaban con un reflejo de belleza aumentada.
La recuerdo en cada giro de su cabeza, en cada gesto de atención que simulaba y luego caía derrotado por evidente. Cuando el telón de su nuca le permitía bostezar a escondidas con la boca cerrada y las narinas tremendamente abiertas. Era esa curvatura que asomaba tras su mejilla que la delataba.
Es esa la soledad a la que me refiero.

Le dije a zara que le contara a A, cuando la viera.







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