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en Buenos Aires hay una calle de nombre Monroe. pero no se pronuncia Mónrou como Marilyn. se pronuncia como se lee en español: Monroe. con o y e.

me enteré gracias a la precaución de Alex que se anticipó a mi seguro error unos días antes de salir para allá.

el domingo fue que compartimos ese almuerzo.

un restaurante de comida árabe, justo en la esquina de Monroe y 11 de Septiembre.

lo cierto es que dentro, a los ojos del buen observador, se eleva un inmenso espejo que refleja particularmente lo que no sucede.

es curioso. quien quiera puede pasar y verlo.

sólo hay que tener la precaución de sentarse en la primera mesa, justo frente a la entrada y observar con un conveniente ángulo de no más de veinte o treinta grados con respecto a la pared: los buenos vinos se sacuden histéricos en sus botellas como rancias y licuadas infusiones asfálticas. la comida humeante, ávida de ser asaltada por los ojos y la boca, es en el espejo un plato vacío y sucio, acaso con algún resto de comida que no encargamos en un día en el que jamás estuvimos.

es preferible no reparar demasiado en la cara de hastío y desgano que devuelve el vidrioso reflejo de los empleados.

de modo que resulta previsible anhelar en el cerrado ángulo de luz devuelta el peor de los escenarios, para entregarse gustoso a la realidad de los manjares, la buena atención y los colores convincentes.

comimos y tomamos, charlamos e imaginamos futuros proyectos que no haríamos.

y muy rara vez, ojeábamos dudosos la imposible población del espejo para corroborar lo bien que estábamos pasando.

satisfechos por dentro y por fuera, pagamos y nos levantamos.

mientras nos íbamos, la imagen de nuestras espaldas recién levantadas, nos devolvía llegando a almorzar al restaurante árabe, a la hora que cae la tarde en la calle Monroe esquina 11 de Septiembre.




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